El viejo se despertaba todos los días muy temprano, a las seis o antes, pero luego de ir al baño a orinar, inmediatamente procedía a tomarse dos pastillas que tenía prescritas, una para evitar movimientos involuntarios y otra para seguir durmiendo. Luego dormía hasta mediodía. Antes de volver a dormir, generalmente lo acechaba el recuerdo de su monasterio imaginario individual y procedía a rezar con mucha atención un Padrenuestro y una Avemaría, para dar gracias por el nuevo día. Luego meditaba, hasta volver a dormirse, sobre la estupidez de las palabras que acababa de rezar. Ese sueño matinal siempre era muy interesante, el sueño ligero produce inspiración onírica, además en los instantes en que medio despertaba tenía la sensación de que su espíritu, por decir algo, se elevaba. En el abismo lo observaban entonces.
Pero una vez, aproximadamente cada mes y medio, el viejo acudía al médico para una revisión de rutina. Era siempre un día especial, se rompía la rutina, se levantaban más temprano y se ponían en movimiento. La mañana era real, estaba más en contacto con la realidad y menos en sus abstracciones oníricas, por eso esta vez en particular resultó tan especial.
Como toda salida al mundo exterior, esto incluía vestirse, o sea, no andar en calzoncillos como siempre, sino ponerse un pantalón de piyama, y como calzado, calcetines, que resbalan mejor y permiten desplazarse con la caminadora más fácilmente. Esto lo convertía en la calle en una visión inolvidable.
Luego de esta preparación, el viejo reunía sus cosas indispensables, como blackberry, cartera, llaves, etc., en un bolso estilo koala, que nunca usaba en la cintura, sino que se lo colgaba estilo bandolera. Al estar listo, se aferraba a la caminadora y después de encomendarse, salía por la puerta, arrastrando los calcetines, por supuesto siempre en compañía de su esposa.
El corto trayecto entre la casa y el centro comercial, donde estaba la clínica, era siempre muy interesante, normalmente era la primera vez que salía en algunos días. El exterior nunca cambiaba, pero era muy interesante aún sin cambiar, o por lo menos eso le parecía. Las gentes seguían en sus pequeñas cosas, ajenas al fin que se acercaba.
Al llegar al centro comercial, se bajaba en el carro al estacionamiento, seguían hasta estar frente a los ascensores, paraban, y allí ella descargaba a la caminadora y al viejo. Esto causaba siempre cierto embotellamiento extra en el ya abarrotado estacionamiento. El barullo hizo que el vigilante de turno se acercara a inspeccionar que pasaba.
Una vez aferrado a la caminadora el viejo se dirigió al hombre.
-Bueeeenas.-
-Buenos días señor, ¿como anda?-
-Fino, ¿funciona?-
-Si señor.-apretando el botón de llamada del elevador.
Una vez subido hasta el piso, el viejo comenzó el arrastre hasta la clínica, esta era mixta: oftalmológica, optometría, neurología, medicina interna. Llegó su esposa a la clínica, se anunciaron, y le abrieron a él una puerta trasera que siempre permanecía cerrada, para que el viejo pudiera entrar con la caminadora y evitar así las escaleras.
Luego de los afectuosos y efusivos saludos de rigor, había que sentarse en la sala de espera. Ella normalmente aprovechaba para desaparecer con alguna escusa.
-Voy a comprar pan.-
La sala estaba bastante llena, casi todos de tercera edad, o cuarta, casi todos los asientos ocupados, el viejo disfrutaba de tener al lado una silla vacía. En eso apareció un señor de los de cuarta, o quinta, con una camisa que alguna vez fue blanca y pantalón caqui derruido. Con ojos muy hundidos en grandes ojeras negras, tanto que no se veían los ojos. Se sentó junto al viejo. “Oftalmología” pensó el viejo.
-Profeta.- dijo el nuevo.
“Ay coño”.
El viejo volteó a verlo, pero no pudo distinguir los ojos.
-¿Perdón?-
-Me envía el Arcángel, me envía con la misión de aclarate todo lo relativo al abismo. Son las fosas oceánicas más profundas, los oceanógrafos la llaman zona hadal, en honor a mi.-
El hombre puso cara de orgullo, golpeándose el pecho con el índice, y abrió mucho los ojos en la profundidad de las ojeras negras, trató de abrirlos tanto que el viejo casi los atisbó.
-¡Soy Hades!-
-¿Quien?-
El viejo pensó y pensó, atando cabos, y por fin:
-¡Tu eres el tío de Artemisa, la de la leche!-
-Muy culto, muy culto.-
Los demás pacientes en espera observaban con alarma al viejo que hablaba solo con una silla.
-Todos vivimos allí, todos a quienes nos llaman dioses y diosas, menos aquel que no existe.-
En ese momento una señora muy gorda que llevaba un gran bolso, se sentó en la silla vacía. Las palabras de Hades se ahogaron.
-Señor Alberto pase por favor.-
Olvidándose de Hades, el viejo se aferró a la caminadora y arrancó, arrastrando sus calcetines, por el pasadizo que conducía al consultorio. Pero el camino no era recto, sino que tenía una doble esquina en L, ahí habían puesto un sofá de plástico de tres puestos para aliviar la falta de sillas. Los ocupantes del sofá miraban con horror el viejo loco que hablaba solo y se les venía encima y obviamente era imposible que pasara con esa caminadora. Esto sucedía siempre, era un pequeño caos, en donde intervenían recepcionistas, enfermeras y algunos pacientes. Esta vez uno de los ocupantes del atravesado sofá era una vieja india como de 100 años, que tuvo que levantarse.
Ella le dijo, sin que él le preguntara nada: -Me voy a operar cataratas.-
Él pasó, todo volvió a la normalidad en la zona del sofá, llegó al consultorio, con dificultad abrió la puerta y dijo: -Hola dóctor.- como siempre.
El trámite de la revisión siempre era positivo. Al final, después de haberle exigido al médico récipes para psicotrópicos (quizá lo más importante de la consulta), salió, empujando su caminadora y arrastrando sus calcetines.
Afuera había caos. El sofá ya lo habían quitado, las mujeres lloraban, algunas histéricas. Él avanzó, una doctora vestida de quirófano, también lloraba quedamente, él se abrió paso.
La doctora, sin que él preguntara, susurró.
-La viejita se me murió.-
El Profeta no contestó. Siguió empujando la caminadora, por alguna razón sentía que caminaba con más facilidad, estaba mejor.
Vio a su esposa llegar corriendo, lloraba también, señalaba hacia afuera. -Chicho, se lo llevan en camilla, un infarto.
Ahora si, el viejo apuró el paso, con una facilidad inusitada salvó todos los escalones para salir de la clínica. Efectivamente, Chicho estaba ya en la camilla, unos bomberos lo llevaban. El enfermo miró al viejo con ojos desorbitados.
-Un muerto, un muerto. Me crucé saliendo del ascensor, me tocó, estaba frío, muerto.-
Los bomberos se lo llevaron. El viejo y su esposa continuaron hasta el ascensor, el viejo sorpresivamente con bastante facilidad.
Bajaron al estacionamiento. Allí reinaba el caos.
Los policías en moto corrían por el estacionamiento sonando las sirenas, los carros patrullas trancaban la vía con las luces encendidas, los policías de civil corrían a pie como si persiguieran a alguien. En el suelo, a la salida del ascensor, el vigilante yacía muerto, sin sangre, la pistola desenfundada a su lado en el suelo. Un policía de civil con cara de jefe y una gran placa colgando del cuello se acercó a ellos.
-¿Un atraco?- Preguntó el Profeta.
-No.-
-¿De que murió?-
-Del susto.-
-¿Como?-
El policía se agachó y levantó una sábana que cubría el rostro del muerto.
-Si, miedo.- dijo el Profeta.
Su esposa llegó con el carro, se bajó llorando y muy nerviosa, tomó la caminadora y la guardó apresurada en el carro, él se sentó en el puesto de copiloto. En ese momento el Profeta vio por primera vez la silueta del hombre, a contraluz con la luz del mediodía de Margarita. Nadie parecía verlo excepto él.
Su esposa arrancó el carro, desesperada por salir de allí. Al aproximarse el Profeta vio al hombre de largo y grueso pelo negro, llevaba una túnica de burda lana, a pesar del calor agobiante, al acercarse más vio que era de color lila.
Cuando pasaron a su lado, el Profeta, no pudo evitar una inclinación de cabeza, y pensar, “Señor”. Cuando levantó la mirada pudo ver claramente al hombre sonriendo.
Salieron del estacionamiento como alma que lleva el diablo.
El viejo pensó: “Esto es para ya”. No podía olvidar la sonrisa del hombre de la túnica lila, ni siquiera con la limpieza de Artemisa.
Tomaron la vía por Playa Moreno, siempre bordeando al mar. El viejo no podía apartar la vista del gran azul. Las palabras de la Señora sonaban en su cabeza: “Tendrás que inventar una nueva fe”. La verdad es que el Profeta creía que ya la había inventado. Recordó aquella tarde caminando y rezando en la terraza, el mar le dijo: “Vivimos en un mar de espíritu”. No era una frase particularmente brillante, pero resumía su cosmogonía cuántica, la fe de aquel monasterio virtual y descreído.
La partícula más pequeña es espiritual. Existe una relación física cuantificable y cuántica, con relación de continuidad, entre la materia y lo que la constituye: El espíritu (por llamarlo de alguna manera), no individual, sino único y eterno, impersonal.
Se podía meditar mucho sobre estas cosas. Pero entraron a Pampatar. El tráfico se hizo pesado.
Al ir pasando entre el Castillo de San Carlos de Borromeo y la iglesia del Cristo del Buen Viaje, entre el castillo y la iglesia, se atravesó frente al carro un extraño personaje.
Se distinguía una camisa que alguna vez fue blanca y un pantalón caqui en jirones, la cara pálida, los ojos hundidos en grandes ojeras negras, el cuerpo totalmente descuadrado. Con la cadera destrozada y los miembros fracturados en varias partes, se desplazaba apoyándose en todo, como una araña. Sin embargo intentaba sonreír, aparentaba pedir limosna.
-¡Que horror, cierra la ventana, pasa el seguro!- dijo ella.
Él, al contrario, abrió todo. Hades se acercó a la ventana como pudo, extendió una mano como pidiendo limosna, pero susurró introduciendo la cabeza por la ventana: -Apresúrate, somos todos, tenemos una ciencia que tu no imaginas.- Luego continuó como un verdadero hombre araña.
El Profeta abrió la puerta y salió tras Hades, caminando sin caminadora y sin sentir el calor del mediodía. Lo agarró por la camisa y no se le ocurrió más que preguntar:
-Después del Apocalipsis no podrán seguir como dioses paganos, ¿que harán?-
-Seremos Ángeles Humanos a tu servicio. Apresúrate. Me tengo que ir.-
Hades continuó, agarrándose de todo, como podía, buscando donde esconderse.
Su esposa se bajó del carro y lo llamó alarmada.
-Mi amor, ¡no tienes caminadora! ¡Hace mucho calor, regresa! ¿Quien es ese hombre?-
El Profeta regresó, mientras Hades huía. Los niños lloraban, las mujeres corrían espantadas y los hombres se apartaban, con morbo, de su paso.
-¡Que feo era!-
-Quieren hablar contigo.- dijo el Profeta. -Es preciso. Hoy mismo.-
Durante el resto del trayecto ambos permanecieron callados, hasta que apareció el Arcángel.
Venía caminando por el borde de la calle que da al mar. Iba de zapatos de goma blancos, bermudas blancos y una camisa polo también blanca, llevaba una gorra de béisbol azul de los Yankeees de NY. Llevaba de una correa a un perrito poodle blanco. Era el perfecto temporadista.
El Profeta le hizo una seña, que significaba: hoy, ya, ven. El Arcángel asintió con la cabeza.
Llegaron a la reja que hace de puerta del estacionamiento del edificio donde vivían, ella se detuvo un momento, se volteó y lo miró.
-¿Estás dispuesto?- preguntó ella.
-Absolutamente.-
-Entonces yo también.-
La reja abrió y entraron al futuro.
FIN